Para Maryell,
mi compañera de viajes, de andanzas,
de peregrinaciones, de vida y más vida.
Antes, el desierto estaba colmado de sonrisas, de libertades quemadas en el sueño, de alabanzas ataviadas
con ternuras muchas, y, en ocasiones, con aromas silenciosos, desconocidos antes. Ahora, el desierto es
manantial donde florecen recuerdos, sensaciones ondulantes en cuerpos empapados de arena, un interminable y
puntual olor membrillo y, por las tardes, al regresar a casa, un vertimiento de lágrimas muy quedas alborotando el
vacío, este vacío de cicatrices inventadas por la soledad y la ausencia. Ahora no sé, aún no sé, si el desierto
irrumpe en mí con alegría o con abrasadora nostalgia. Lo único cierto es que en aquella vastedad de frecuencias
desoladas maduraron mis sentidos y Marina entera ocupó lo que ahora soy.
Ahora, todas las tardes, camino con rescoldos de amanecer por la alameda de mi pueblo, siempre a la misma
hora, con un membrillo en cada mano y el deseo, latido sobre latido, de que Marina aparezca con su sonrisa
añoranza, la misma de aquel día cuando la conocí.
Había recolectado peras, duraznos, manzanas y membrillos en el huerto, tantos, que decidí regalarle una
canasta repleta a mi madrina, doña Alicia. La cariñosa anciana los recibió toda contenta y ofreció prepararme
mermeladas y ates y quién sabe cuántas golosinas más. Al despedirme, mi madrina escogió dos membrillos,
aspiró con delicadeza la frutal fragancia y uno para ti, otro, por si te encuentras con Mariana; pero no encontré a
Mariana, me tropecé con Marina, hervidero de sonrisas y cuerpo esbelto, hermoso, muy bien proporcionado. Me
acerqué al azulacero de sus ojos y le ofrecí un membrillo. Lo agradeció con amabilidad, con borbotones de
dulzura en la mirada y un susurro atardecido en su voz de muchas gracias. Cuando sus dientes mordieron aquel
fruto, memoria de mi huerto, certidumbre de mañanas recolectadas por mis manos, sentí que en mi yo se rompía
un bloque de sustancias congeladas y ella fue agua y sol y luz y viento.
Entre mordida y mordida supe que era arqueóloga y que estaba en Arteaga sólo de paso. Me confió que le
gustaban los vericuetos de la sierra, las caminatas por las plantaciones de algodón y que de todo Coahuila lo más
maravilloso que había vivido era la Laguna de Mayrán. ¿La conoces? No, respondí avergonzado, ocultando mi
ignorancia en la astringencia de la fruta. ¿Te gustaría conocerla? Y en sus labios despertaron prodigiosos los
hallazgos recientes en la laguna, ahora sólo arena, de Mayrán. Mordió el membrillo cosechando estremeceres que
aumentaron mi ansiedad y fertilizaron mi deseo. Temí que Marina notara mi apetencia de su ella toda delicia. La
próxima semana voy a ir a la laguna, ¿quieres acompañarme?, invitó rostro alegre al contemplar mi
asombramiento.
A partir de ese instante me dediqué, en mis ratos de ocio, a plasmar la imagen de Marina en cada durazno,
pera, manzana o membrillo, particularmente en la piel del fruto que la hacía mía. Recostado bajo un árbol, ahí, en
el huerto, Marina acariciaba mis cabellos, rozaba con suavidad mis labios, de repente me mordía sin estruendos,
flameando mis células, el lóbulo de mi oreja; me clavaba las uñas, rasgaba mi piel, me besaba en los brazos, en
las manos. El ensueño se dilataba de un árbol a otro, de una flor a otra, de un fruto al siguiente y al de allá y más
allá, y Marina (ahora ya no está) era sierra, abismo, cañada, sendero que se abría a todos los caminos y
desfiladeros del cuerpo. Gracias a su presencia me convencí de que el amor es la facultad del hombre, siempre
eterna, para expandir el ser, para que el yo se propague por el mundo absorbiendo la infinitud de todo lo que
existe y, a la vez, participe con su esencia en el
jugueteo creativo de los elementos, acrecentando, así, la conciencia. Marina se convirtió en mi oración, en el
cuerpo del universo, en mi vida. Amarla era integrarme al cosmos, era ser parte del Creador. En su cuerpo estaba
mi salvación, en su alma mi futuro como hombre. Marina fue cauce, canto, sacramento.
Mis veintitrés años y sus veintiuno se acercaban cada vez más en aquellos brevísimos encuentros de
alameda, hasta que una madrugada, fría, viajamos a San Pedro de las Colonias y de ahí a la tan esperada
Laguna de Mayrán donde abundantes restos de cerámica dispersos, inquietantes, sobre la arena que alguna vez
estuvo bajo el agua.
- En aquellas cuevas - señaló Marina hacia los cerros y lomeríos -, se han descubierto extraños bajorrelieves
con figuras geométricas grabadas en las rocas. Nadie ha podido descifrarlos.
Y yo, que deseaba descifrar el cuerpo y el alma de Marina entre aquellos testimonios del hombre prehispánico,
me imaginé poseedor de todos los secretos que palpitan ahí, en la seca cuenca decorada con cactos, rodadoras,
saladillos y diversas plantas xerófilas.
Antes de que Marina se adentrara unos pasos en la antigua zona lacustre, hilvanó su mirada a la mía. Los
primeros asomos del amanecer fraguaban sombras cambiantes en la despoblada inmensidad sin aves, nunca
árboles. Todos los acontecimientos del mundo exterior e interior sucedían en los ojos de Marina y las veredas de
su cuerpo, hacia arriba, hacia abajo, hacia los costados, eran un sólo sendero que estaba decidido a recorrer. La
mirada de Marina se extendió sobre mi cuerpo incendio.
El desierto siseaba burbujeaba hervía, no quería saber nada de los hombres que alguna vez lo habían poblado
y el destino de Marina y mi destino ondularon en los deslizamientos de la arena y entre los añicos decorados que
alguna vez, alegremente, habían jugado a la vida; y el cuerpo de Marina, su carne cálida, su rostro de mucha
serenidad, presagiaron lo que en mí ya era efervescencia.
Besé a Marina en las manos y le di las gracias por estar con ella. Sentí la erección de sus vellos, la zozobra
de su piel, la marea de su ardimiento. Y antes de que volviera a depositar mis labios en sus dedos blancos y
largos, cuidados con esmero, me dijo ven, vamos a recoger algunas piezas.
Caminamos despacio entre puntas de flechas lanceoladas, navajas de sílex, cuchillos dentados, puñales,
lanzas triangulares, fragmentos de vasijas y sencillos adornos de conchas y caracoles. Marina removió la arena y
recogió un pedernal; al tocarlo, el silencio crujió en aquella soledad de soledades hecha. Nos sentamos, uno
frente al otro. Marina acarició el cuarzo amarillento, lo mantuvo vertical unos instantes, y luego de besarlo me
sonrió depositando la dureza milenaria entre mis piernas.
El primer rayo de sol que iluminó las cumbres, lejanía tras lejanía, despertó un destello blanquiazul a mi
costado. Palpé la concha nacarada, la atrapé con ansiedad creciente y la coloqué entre Marina (ahora ya no está)
y mi cuerpo estremecido. La sustancia calcárea me resultó nueva y excitante. La acaricié, temblorosa lentitud,
hasta quitar la arena que la cubría; después, mi mano la frotó con más celeridad queriendo desgarrar su
somnolencia. La ovalada y extravagante forma abundó en destellos casi estrellas y me mostró el impulso
propiciatorio de espumas inmemoriales. Friccioné con rapidez la superficie estriada y la concha fue resplandor,
reflejos de colores en el rostro de Marina y en mi rostro. Con movimientos ágiles y fascinados protegía y
abandonaba sucesivamente esas orillas que evocaban playas. El frenesí de mis dedos pulía abismos de mar en la
oquedad antes palpitante e imaginé qué molusco, en algún tiempo, la
había habitado. Empuñé el pedernal, puntiagudo, escondrijo de chispas, nido de flamas, y empecé a rozar, muy
quedo, la concavidad donde aún se dibujaban espléndidos fulgores de un océano primordial. La concha resonó
voces lejanas, llamamientos en los surcos de sus años, y, entonces, despojadas de su tensión, mis fibras
musculares fueron receptoras de espasmos burbujeando ansiedades más antiguas que mi propia especie. Los
ojos de Marina navegaban en los míos y un viento calcinado por el sol, ya encima de las cumbres, tallaba formas
de animales en los montículos de arena y legiones de anhelos en el umbral del organismo de Marina. El pedernal
subía y bajaba una y otra vez y diez y cien, primero lentamente, después, ya enardecido, penetró en la hondura
de la concha que crujió milímetro a milímetro. Marina cayó de espaldas, gemido agitación deslumbramiento, y
abandonando concha y pedernal mi cuerpo fue cuerpo sobre su cuerpo. Los
murmullos invitadores del desierto estimularon, oleaje tras oleaje, mis sentidos. Ya desnudos, los dedos de Marina
recorrieron mis venas, tantearon, presionaron, sacudieron mis cabellos, se aferraron a mi espalda y todo
movimiento se colmó de aconteceres ricos en relatos corporales. Millones de partículas cristalizadas adornaron a
Marina desde los cabellos a los tobillos y me mostraron, en el flujo y reflujo de su abdomen, pueblos y ríos y
montañas. La arena inventó laberintos en el vientre de mi amada y relieves de sílice me entregaron una ciudad
tanto silencio hacía ya muchos siglos, asombro de una civilización donde tiempo y espacio eran tan sólo la
unificación de gestos pictográficos, el ayuntamiento de soles y de lunas. Un luminoso polvillo resbalaba
intermitente entre los acantilados de sus senos y provocaba en mí la excitante visión de una historia nunca escrita.
En su pubis danzaban signos de deidades muy remotas y creencias
religiosas de ancestros ya pulverizados. Marina toda era marejada de quejumbres. Y cuando nuestros cuerpos
fusionaron delectaciones y florescencias, un olor a membrillo impregnó cada corpúsculo de polvo, cada oleada del
viento, y todo fue resquebrajarse de universos, brillos, sucederes, épocas pretéritas y futuras, cientos de
generaciones iniciando una lenta y armoniosa trayectoria en nuestros cuerpos.
Pleamar.
Después de un reposo que se prolongó hasta que el sol no proyectó ninguna sombra, Marina se incorporó
con lentitud y avanzó sumergiendo huellas hacia el centro de la arenosa laguna. Un vapor luminoso brotaba de su
piel al tiempo que ésta se desintegraba. Y Marina fue millones de fluctuantes formas dispersadas por el viento. La
luz de su cuerpo, que era la tierra toda, avasalló el desierto y se filtró, regocijada, en cada célula de mi organismo.
Miles de impulsos eléctricos, de señales, vibraron en mis moléculas y supe, entonces, que el ser del amor es la
luz y la esencia del hombre la inmortalidad.
Corrí desconcertado hasta el centro de ese espacio solitario donde persistía, para acrecentar mi desolación, un
olor fresco de membrillos. Empecé a recoger fragmentos de cerámica y no dejé de recolectar los restos que me
rodeaban hasta que el sol inició su trayecto hacia el ocaso y se perdió tras un horizonte calmo de nubes en
incendio.
Agosto 30, 1974
* Publicado en la revista El Cuento; núm. 127. Enero-junio 1994.
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