QUE TRATA DE CIERTOS PAPELES Y DE CIERTA NOCHE* (FRAGMENTO)
Para Maryell,
en estos días de tanta lluvia.
Cuando Adriano llega, ajeno e indefenso, a la puerta de aquella casa en ruinas, un olor a líquenes y fango se enrosca en los escondrijos de su nariz. La calle se hincha de penumbras y la impudicia del viento bailotea repulsiva entre las rejas de las ventanas. En los ojos de Adriano (ojos que acumulan nostalgias estropeadas) se estrellan las estrías de luz esparcidas por los faroles mientras una tristeza tenaz vaga penosamente sobre las nubes.
Adriano avanza con la ansiedad en la mano, la sospecha en la memoria, la incertidumbre suspendida en ese tiempo apolillado del recuerdo. Alarga el brazo hacia las fauces de bronce y musgo que están como pidiéndole la carne, los huesos. Coge la aldaba, la eleva, la suelta. En la noche el león ruge: distribuye las enmohecidas resonancias por todo el caserón. Adriano espera. La llovizna, el viento. Sus ojos se tropiezan con siglos, con estrellas.
Un chirrido de goznes.
En la puerta que se abre.
En él con los ojos en acecho.
Cruza el hedor del antiguo zaguán y avanza con cautela por este patio de caminos irregulares que se escurren hacia lugares tristes y extraños. En el centro del espacio espolvoreado de casi inaudibles ruidos, una fuente, goteo lento, lo seduce. Adriano se detiene /este instante, alguna vez, no sé dónde/ para contemplar, junto a la piedra labrada, un roble inmenso, amenazador.
Arcos de cantera, alfombrados de lama y dañados por la lluvia, vulneran su mirada. Adriano observa con recelo la belleza agrietada de los muros y percibe, entre los intersticios, el crecimiento de silenciosas formas.
Un grito distante astilla la oscuridad de los pasillos y macera chisporroteos de vida que magullan su cerebro. Adriano escruta en la medialuz: estatuas marmóreas cubiertas de olvido chorrean recuerdos secos en la vitrina del tiempo. La noche empieza a dolerle, la angustia.
Llega al final del patio.
Ahí el cascajo, el viento triturado por sus dientes, el barandal de hierro donde reposan macetones resquebrajados, el estrecho corredor con su obstinación de sombras y fétidos murmullos, el caminar de la desolación sobre un lejano ruido de papeles, el desaliento arrojándolo de sí mismo.
Empuja una puerta y entra a un recinto de amplias dimensiones. En un rincón dos veladoras ofician un oleaje de siluetas /fustigan mi pensamiento, lo husmean/ y participan, extenuadas, de este querer relacionarlo todo. Los residuos de luz fisuran la virulencia del aire y desportillan, en un lambrín de opacos azulejos, el escudo nobiliario que revela la prosapia de esta casa.
En una esquina, añejos bodegones, despellejados por la humedad y la advertencia de las ratas, desmoronan sus panes y frutos junto a la mecedora de mimbre, único mueble de la sucia estancia. Adriano estruja el papel que guarda en el bolsillo izquierdo del abrigo. Lo saca. Lee la impresa voz que lo invita, aquí, para el disfrute de una suculenta cena. Ve la firma: Besania.
Ella, la de hermosas trenzas, está ahí, en el umbral de encino, con su chal deshilachado en rosas que se vierten sobre los hombros; lo observa con esa mirada andrajosa que se esconde tras lo hinchado de las ojeras.
Besania entra con las manos recogidas sobre el vientre, amasando su soledad, los tiempos colgados en telarañas que diseñan perversas añoranzas. Ella, voluptuosa y apacible como un convento en ruinas, avanza con exquisita lentitud. Adriano la contempla abrumado mientras remueve los escombros de su alma para buscar, ahí, los vestigios de ese rostro /la angustia no termina nunca, ni la melancolía, ni lo absurdo, ni la ambición de querer recordarlo todo.
Besania, intensa en la palidez de las mejillas, extiende la mano. En sus dedos anillos de obsidiana y en su voz suaves sonoridades que suturan los resquicios del silencio.
- Buenas noches, Adriano - murmura dócil, cuidadosa.
Él se perturba al oír su nombre /y el roce de las pieles acentúa en mi cuerpo la agitación de mares, días, años, caballos, combates/ Adriano quiere reconocer, en las facciones de esa mujer olor a lluvia petrificada, un sólo rasgo que le revele su procedencia.
Ella se acerca leve, tan serena en la sonrisa, que él retrocede estremecido.
- Me alegra mucho que hayas aceptado mi invitación-, la voz ternura /como si quisiera palpar mi piel manoseada por el miedo.
-¿Quién eres?- /y el desasosiego punza mis sentidos; los punza.
Otra vez el grito lejano; ese grito que se desintegra en la piedra, que huye alargada sombra, que repta invisible por el alma para convulsionarse en /mi garganta.
-¿Tan pronto me has olvidado?- y ella, estanque calmo en cuyo fondo se despierta el tiempo, le sujeta las manos con delicadeza. - No sabes los deseos tan grandes que tenía de estar contigo, de verte, de morder tus labios que tanto extraño- la voz acuosa, envolvente /me revela un mar lejano, un sol avellanado.
Besania se anuda el chal y recorre, despacio, cierva, una vuelta, dos, la cada vez más oscura habitación donde se agitan, bajo el lodo, minúsculas eternidades agraviadas. Besania se detiene junto a los bodegones, los mira con largueza; luego, sus ojos revolotean por la estancia y descienden amables hasta los ojos de Adriano.
- He vivido en la más completa soledad desde que te marchaste - musita ella; y en él un destello de arenas blancas, gaviotas, piedrecillas, niña que canta con dulzura mientras recorta muñequitos de papel.
Adriano escarba en el cieno verde de esos ojos que parecen acusarlo; hurga; anhela reconocer en ellos algo definitivo, algo que /me diga con certeza que el rostro de ella.
Junio 19/24, l974
* Un largo fragmento se publicó en la revista Los Universitarios; núm. 67. Enero de 1995. El texto forma parte del libro HAY TORMENTOS RABIOSOS.
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