DONDE SE HABLA DE UNA CALLE, UNOS BALCONES Y UNAS PUERTAS* (FRAGMENTO)

                                 
Para Sara, Carlos y Eduardo,                                                                                                                                 mis hermanos, mis amigos,
desde aquí.


...
La música de las discotecas llega ausente, nadie la escucha y Lima es entonces un canto fúnebre enrejado. Hubo una época. ¿Cuándo? Interrógate Sebastián. ¿Cuándo? Olvídate de los rostros: eclipses; de las facciones: soles eventuales; de los gestos: cometas amputados. Olvídate de los mecanismos inventados en los cafés para poder vivir. Olvídate de esos ojos que tienen los infantiles colores del ábaco. Olvídate de que aún no sabes por qué decidiste estudiar antropología. Olvídate de que has deseado responder a tu incertidumbre contemplando esa máscara africana. No entres en la cafetería. Aquí. Este es, por ahora, el espacio que te corresponde; pero Sebastián entra a la Selva Negra, no quiere renunciar a esas miradas que lo hacen sentirse extraño. Los ojos creando órbitas sobre el cuerpo de Sebastián, las voces, las sonrisas desdibujadas que ya no se sabe si son sonrisas.

     Detenido ahí pensaste o creíste que esa máscara era suficiente para responder a tus dudas, esa máscara de Duala que tú modificabas en tus sueños, incluso en tus palabras. Te acercabas a ella para darte sus colores, para precisar en ellos tu consumirte o renovarte. Sólo ella estimulaba ese deseo ferviente de transformar todos los objetos, de agitarlos en palabras, de esclarecerlos. En la máscara todo era aceptado, todo era posible. Lo incierto eran sus formas humanas con astas de gacela. Lo cierto, Sebastián, eran el carmín y el verde. Lo cierto era que el carmín no moría con el verde, ni el verde con el carmín se diluía. Lo cierto, Sebastián, es que, detenido ahí, quisiste simplificar rápidamente todo lo que ha sucedido, pero tal parece que cuando se quieren simplificar las cosas lo único que se logra es confundir los recuerdos, los instantes, el lenguaje, los acontecimientos.

     Te asomaste a la calle o entraste a la cafetería. ¿Qué hiciste? ¿Qué temblor totalizó el misterio en el instante en que callosidades antiguas rozaron tu mano y un viento creador de abanicos prodigó en algunos árboles perfección de oboes?

     Sebastián caminó, sin sonrisa, con su silbido deseando convertirse en oboe, con el deseo de ordenar los ritmos que se desordenan en su imaginación. No podrás ordenarlos porque la insolencia de las calles te escupe y el silbido de Sebastián se prolonga en un relámpago, y dejando de caminar se detuvo en un escaparate del jirón Puno, y las licuadoras trituran tu silbido hasta que metiste las manos en los bolsillos del pantalón ignorando los diez y nueve balcones de la calle Cueva.

     Silba. Duala. ¿Tú sabes en dónde está Duala?

     En la calle Cueva empiezan a formarse las personas para abordar el colectivo que va a Magdalena mientras ella caminó, agilidad inquietante, hacia mis manos. Movía los labios con dulzura como si en secreto murmurara tu nombre. Te murmuró y levantó los brazos creando un círculo: bosquejo de luna donde tus ojos dibujaron su cabello y su cuerpo de adolescente, su cuerpo de crecientes diez y ocho años. Sonreía y la pregunta.
     ¿Tú sabes en qué lugar del planisferio se ubica Duala?

     Sonreía y la pregunta.

     ¿Qué hice? Al salir de la casa encendí un cigarro. Es una costumbre. Siempre, al salir de esa casa, enciendo un cigarro. Aspiro, y las calles son harina de pescado en los olores del aire. Calles calcinadas por el frenético color del sol en los veranos. Me detengo frente a la puerta troquelada de la calle Cueva. El chirrido de sus goznes asomándose a mis ojos fracturan los espacios. ¿Ha pensado en el espacio? El espacio es la evidencia de que somos un soplo de aire, es todo lo que me confunde y refleja, consume y justifica, algo que busco y no encuentro: Sofía. Ella es el espacio. ¿La casa? Es de la anciana, dicen que es mi abuela. Sí, está inválida desde hace seis años. Se rodó las escaleras y se rompió una pierna. No le gustan las sillas de ruedas, por eso no volvió a levantarse. Nos turnamos para cuidarla. Dos veces al mes me toca a mí. Por las noches, cuando estoy en la cama con la cabeza sobre los brazos, tengo miedo. Me pregunto
¿por qué antropología? ¿Cómo estar seguro de que la máscara me abrirá el verdadero espacio de la ensoñación? ¿Cómo tener la certeza de que en las facciones humanas con astas de gacela el tiempo es reversible? Y la pregunta:  ¿En qué lugar del mundo se encuentra Duala? Y el miedo. Miedo de las sombras que se tropiezan con los objetos, que me asustan y me reprochan que me duerma cuando debo vigilar a la anciana. Entonces me levanto y miles de sombras onduladas, metidas en los cajones o en la transparencia de las ventanas o esgrafiando la pared, me amedrentan y voy hacia la anciana que está ahí, inmutable a la noche y a las sombras, ahí, en espera de un acontecimiento que yo no puedo vislumbrar. De repente me doy cuenta de que tiemblo. Entonces pienso en fumar un cigarro, pero me aterra el imaginar que con la luz del fósforo las sombras convulsivas encenderán sus secretos. La anciana no habla, por lo menos conmigo, no sé con los otros.
Sólo me ve o me acaricia el rostro y los cabellos con sus manos agrietadas. Sí, claro que hay servidumbre. Una cocinera y un ama de llaves. ¡Ah! También un jardinero. El va dos veces por semana a cuidar los heliotropos, las acacias, las begonias y las bugamvillas. A mí lo que más me gusta es oler las plantitas de toronjil, manzanilla y yerbabuena, procuran frescura.

     Levantarte así, sin miedo, expectando, aunque Sebastián no sabe todavía que cinco de los diez y nueve balcones de la calle Cueva son de madera virreinal. No sabe que los domingos y los días festivos la calle Cueva entremezcla sus silencios.  Sebastián cierra los ojos. Sebastián: las voces que no se escuchan. La calle. Unas astas de gacela que le exigen recordar. Él con sus pestañas juega al reflejo. La calle y sus  puertas: murmullos que lo señalan, presagios, ecos. (En los ecos un roce de hueso y madera, un carmín  verde que pregunta: ¿Duala está hacia el norte o hacia el al sur?) Sebastián cierra los ojos. La calle y sus puertas desconocidas: susurros de viento, agónicos sueños, oscilantes secretos. Titubeos, errabundos colores del tiempo; resonancias que descubren la congoja, la zozobra o las sinuosidades del remordimiento. 
     En Lima existen muchas puertas viejas y carcomidas, piensa Sebastián; al ser abiertas siempre una escalera en penumbras estrechas; el aire húmedo, fatigado. Sebastián respira sofocación.
     Estas puertas se abren a otros tiempos: los tiempos desolados de la apatía que crece en esta ciudad, los tiempos obligados del insomnio con hambre; los tiempos rendidos, hechos trizas, de los ahítos en esperar que se cumplan las promesas de la plaza San Martín; el tiempo de las puños en alto; el recelo estalla; la sospecha crepita; oscuridades interpoladas en las astillas de luz;  el espanto cruje. Abrir los ojos, Sebastián, abrirlos, estás en el vidrio, eres transparente. Sólo ahora recuerdas que en Lima no hay relámpagos; sólo ahora recuerdas que cuando abriste el Atlas para ubicar Duala en algún mapa, Lima convertía tus preguntas en el proferimiento de una luz que, en silencio, ardía. Arde. Un predicador surco de sol iluminó la cómoda de cedro, los sepias de la pintura:  un arco  románico, cipreses que se elevan en armonía desafiante, una ciudad lejana que parece desprenderse de ese cielo amenazador. (¿Será así el cielo de
Duala?) Recostado en el arco, un mendigo de ojos turbulentos contempla a las dos mujeres que conducen un rebaño. (¿Es así el cielo de Duala?) Ellas juegan con pequeñas ramas y su belleza se abunda de paisaje. (¿Fue así el cielo de Duala?) El mendigo apoya sus manos en las piedras con musgo apenas rodeadas de claridad. Se presiente un ligero viento que multiplica los pliegues de los vestidos e impulsa a esa ave: vuelo disecado en la mirada. En el volcánico cielo el atardecer crea siluetas extravagantes. (¿Una máscara de facciones humanas con astas de gacela?) De la boca abierta del mendigo se desprende a pocos una baba viscosa. Las mujeres no lo han visto, aún no se acercan a sus pies llagados, a los domingos y los días festivos, entre el diminuto ritmo de las hormigas, un hombre cruza la calle Cueva silbando; no eres tú, Sebastián. Tu silbido se refracta en el cristal, el otro se pierde y ahoga en los círculos impasibles de los seis
faroles que están a lo largo de la calle Cueva.

     Otra vez un perro.

Enero 1967
Lima, Perú
      



* Publicado en la revista UAG (Universidad Autónoma de Guerrero); núm. 1 Julio-agosto de 1970.
El fragmento del texto forma parte del libro HAY TORMENTOS RABIOSOS

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