Para Maryell,
la milenaria mujer que canta flores y misterios.
Aquí está. Bello y repugnante, aún tibio. Mis ojos acarician sus cabellos enmarañados, opacos, siempre
dispuestos a mecer en ellos la frescura de mi aliento. Me complace su mirada; sonríe. ¿En verdad sonríe? Me
estremezco y mi turbación arde en sus ojos. No temo acercarme para escudriñar el origen de su brillo. Me gusta
verlo así, tan abandonado de sí mismo, entre las grietas de estas paredes que me eran desconocidas ayer. Ayer
ya forma parte del silencio, un silencio en el que todavía corremos por los campos de alfalfa, bajo el prudente sol
de la tarde. Claudio reía. Reía e interpretaba mi cuerpo; se adhería a mis muslos para construir, con fervor, la
eficacia del líquido ardimiento.
Y hoy, tus párpados tienen un sabor umbrío, abatido, despojado de todo arrebatado arrobamiento. Lucho por
conquistar el silencio que navega en tus labios, como si el silencio fuera un arca donde se reúnen, conviven y
desenredan todas las posibilidades del amor. Insisto en buscar lo agridulce de la piel, lo salado de tus últimas
lágrimas, el sudor de tu frente ayer cuando salimos de viaje. Tenías que comprar antigüedades para el bazar. Tu
obsesión por los objetos impregnados de tiempo me inquietaba a veces; otras, me era indiferente; algunas más
me entusiasmaba, en especial, cuando me sumergía en mi propia obsesión.
Siempre que viajo contigo llevo mi bastidor, las blancas mantas, las agujas finas, el agotado dedal, las tijeras y
su brillo, los hilos y sus colores, su porqué. Cuando el automóvil se aleja de la ciudad convertida en un
monosílabo delirante, inicio mis labores, la absorción del mundo que hoy, en tu mirada, viene a ser una imagen
discontinua de la vida. Al verte ahí, amortajando al sueño, mi facultad de adivinarlo todo es latigueada por la
inmovilidad de tus miembros; entonces, permanezco así, prisionera de su sombra, de mi empeño. Entonces
comprendo: todo lo que me pertenece participa de tu desolación.
Mis labios se desmoronan en los tuyos para fecundar asombros, retos; desafíos entre mi implacable insistencia
y tu deseo crispado. Mis ojos recorren con avidez el reposo de tu cuerpo para buscar en él una belleza nueva: la
que se subleva impaciente en el estertor de las venas, la que me permite acortar el tiempo de lo que somos en
esta habitación donde proliferan estupores y convulsiones; donde amenaza entre los árboles, trabado en su
redondez, impúdico, el sol.
Sus rayos se adentran con tenacidad en las montañas e iluminan el contorno de las cumbres. Una erizada
procesión de pinos teje sombras en la humedad del paisaje y unas nubes que sugieren, apocalípticas, el bramido
de una fauna inesperada, viajan hacia el sur arrastradas por los silbidos del viento. El automóvil avanza con
lentitud por la carretera mientras mi imaginación se nutre con la vendimia de la luz y mi voluntad atrapa los
errantes rayos para ensartarlos en las agujas. Mis dedos se mueven ágiles, entrelazan los colores que restauran el
sentido trágico de las cosas materiales, y las ígneas culebras, entre mis manos, cambian de piel a cada instante.
Así, le hurto al sol la certeza del deslumbramiento.
Inevitablemente, en cada viaje, evoco esa tarde de otoño cuando tuve la revelación de la sonrisa que hoy
contemplo.
Estaba hastiada de la vida, de las sofisticadas reuniones con mis amigos, de las conversaciones medievales
en la universidad. Vagaba por la ciudad con andar lento, como queriendo demorar la tarde. Los rezos de las
iglesias se enroscaban a la lluvia: animales en espera del milagro, del alivio, de la celeste presencia; y yo, ahí,
encorvada por el viento, rezaba con mi cuerpo al mundo, instauraba la oración en cada movimiento. Cansada, me
detuve en el desvencijado umbral de una tienda. Una persona se entretenía con antiguas figuras de porcelana (el
inevitable pastor con su borrego, la obligada pastora con su cesta de flores, el vestido blanco, el sombrero). La
necesidad de estar cerca de alguien me hizo entrar al bazar, y, entre mecedoras de mimbre, candelabros de
plata con sirenas repujadas y una mohosa quincalla, los ojos de Claudio fueron la luz que me reanimó.
Sentado detrás del mostrador (supuse que como de costumbre) llevaba puestos los lentes de pasta negra
italiana. Un poco de ceniza reposaba sobre el azul de su camisa y un rayo de sol gesticulaba partículas de polvo
entre viejos mapas y vírgenes de bronce.
- ¿Desea alguna cosa en especial? - preguntó con voz tan cordial que me sentí halagada.
- Quisiera algunas agujas para bordar - pedí.
Me invitó al fondo del bazar. Claudio se movía con destreza entre las baratijas y los valiosos jarrones de flores
esmaltadas. Lo seguí con torpeza. Choqué con una escultura de mármol. Caí. En ese instante hubiera querido
jugar a la ternura. Mi cuerpo aspiraba al esplendor del sol, al encuentro de un amor inusitado, pero el lugar,
tributario de las cosas muertas, no era el sitio adecuado para renovar mi vida. Al recordar a los pastores de
envejecida porcelana tuve el deseo de entregarme a una vida idílica.
Claudio extendió su mano y, mientras me levantaba, el ensueño amoroso se acrecentó. La atónita luz de la
tarde abría, entre el ser de Claudio y el mío, un abismo fascinante, como si el sol quisiera apresar nuestros
contornos en la lejanía para después fundirlos en el extravío y arder.
Nos acercamos a un mueble de caoba estilo imperio. Tú buscaste entre los cajones. Después de hurgar
durante unos minutos sacaste, entre sonrisas de triunfo, una pequeña caja pirograbada. La abres. Al instante me
ofreces tres curiosas y puntiagudas agujas de bordar.
- Son de plata - me dices.
Las agarro con ambas manos y, al rozar las suyas, tengo la certeza de que el amor es una intuición violenta.
Las extravagantes figuras que danzan en uno de los extremos me provocan una inquietud desmesurada.
Percibo que las agujas tienen voces y oscuros deseos que exigen algo de mí. Parecen estar hechas de sombras,
vagidos, ecos, que, inmemoriales, proceden de un flujo interior inaprensible y martirizan mis sentidos con
preguntas fogosas y raídas. La urgencia de bordar con ellas se hace ineludible.
- ¿Tiene algún trapo viejo? - pregunto con una turbación que no le pasa inadvertida.
Lo veo alejarse. Las agujas despiden un brillo apremiante. En la más grande una mujer sostiene con la mano
derecha una oriflama donde se estampa, con líneas caprichosas que condicionan lo circunstancial de las almas y
los cuerpos, una serpiente alada. El reptil me busca para torturarme y un acre desasosiego se filtra en mí. En la
segunda aguja un jabalí, fiereza adolorida, tiene una estaca clavada en el lomo y ataca a un desarmado caballero.
Me estremezco al ver el cuerpo tan herido y mi piel, mis músculos, se contraen para violentar mi sufrimiento. En
la aguja más pequeña una mujer que desfallece se abraza a un hombre que parece dormir. Su rostro me infunde
temor; a pesar de ello, siento la necesidad de refugiarme en sus facciones; al hacerlo, encuentro en su fisonomía
la exacta consumación de mi propio rostro.
Lanzo un grito desgarrado, mudo, que se desintegra impetuoso en mi garganta y mi angustia, renovada por la
apariencia de la imagen, se sumerge en la impotencia. Me pincho un dedo con la aguja que me reproduce. Al
brotar la sangre, un irrefrenable arrebato me invita a la desnudez. Los labios succionan impacientes el espeso
líquido y las decoraciones, abismales, acechan lo que en mí es obsesivo.
Siempre he estado habitada por una conjugación de opacos rumores y fragorosos presagios, como si todas las
posibilidades del amor permanecieran en suspenso, como si alguien me hubiera robado, en algún tiempo, el
privilegio de consumirme en el placer, de tal suerte que la soledad se arremolinó en torno a mí para dividir mi
cuerpo y mis sentidos y arrojarlos, maliciosa, por múltiples caminos sembrados al borde de abruptos precipicios.
Por eso ahora, mientras sujeto las relucientes agujas, he querido indagar en el origen de esas fuerzas
compulsivas, y a punto de saberlo, las agujas traducen mis pensamientos para reintegrarme lo perdido; éstos
interpretan, voluptuosos, lo que los instintos graban en mis conductos genitales: la anticipación del espasmo.
Claudio regresa. Camina erguido, solemne. Cruza el umbral de la trastienda. Trae el pedazo de tela. Me
siento más tranquila al contemplar la serenidad de su rostro. El hastío que me llevó hasta el bazar ha
desaparecido entre la urgencia del brillo y la vehemencia de mi cuerpo.
- ¿Hilos? - sugerí entre apenada y anhelante.
- No tengo. Si desea la acompaño a una mercería que está aquí cerca; pero tiene que esperarme, cierro a las
seis.
Lo miré.
Mis ojos se reconocen en la pasividad de su cuerpo. Duerme. ¿En verdad duerme? Mi mano tiembla.
Abandono mis dedos en sus párpados, esos párpados que tanto he alabado, y mis pulsaciones recogen los
dolorosos diseños de su rostro; después, deslizo mi mano sobre su pecho, porque el tacto, cansado de errar por
la oscuridad incubada en los contornos, quiere adentrarse en la conciencia y acrecentar, en el color de la piel que
se transforma, la transparencia del mundo, mi deseo de darle a la muerte el impulso de la vida. Entonces le hablo,
le digo mi amor, mi temor de perderlo, el lacerante y exaltado sendero que hay que recorrer de la apetencia al
contacto.
Me abrazo a él; porque me es necesario este volumen de ti, este caudal de consonancias que es mi cuerpo
sobre tu cuerpo. Me froto en tu pecho. Al besar tu rostro recojo con los labios todo lo que en ti es antiguo y mi
memoria comparte sus vendimias con el furor. Beso tu cuello y murmuro palabras que mezclan el vértigo con
ciertas aperturas de un mundo subterráneo. Te digo las mismas palabras que siempre, por las noches,
pronunciaba sobre ti.
Te digo las mismas palabras que siempre, por las calles, pronunciaba cuando me apretabas el brazo y
sucumbía, con estrépito, a la ternura de tus dedos. Aquella primera vez que caminamos por la ciudad (que a esa
hora mucho tiene de belleza avergonzada), mi afán de poseerte enardecía mi cuerpo y lo cargaba de explosiones,
de nostalgias, de incendios.
Las calles, aletargadas por una niebla que le daba mayor severidad a las viejas casonas coloniales, tenían la
apariencia de una escenografía desgastada. Los árboles transfiguraban sus sombras bajo las embestidas del
viento, y nuestros pasos, lentos como la mano que se demora en el pubis para darle origen al fuego, plagiaban
los sonidos de la noche.
Claudio me acompañó a casa. Lo retuve. No quería que me dejara sola con esos fantasmas que alentaban
mis sentidos y sometían mi ser a tiránicos anhelos. Telefoneó a su departamento para inventar la excusa. Me
sentí dichosa. La luz de la lámpara rasgaba la rugosa oscuridad de los rincones y la pasión entró en nosotros. Su
amor se me ofreció grato y luminoso.
Dejé de ir a la Universidad, a los aburridos paseos con mis amigos, a las reuniones en los cafés. Claudio y
las fascinantes agujas se habían convertido en el centro de mi mundo y nada me importaba. En el bazar, en los
parques, en la casa, me entregaba con frenesí a las labores del bordado. La serpiente alada se agitaba en
convulsiones que devoraban el esplendor de los objetos y opacaban las tonalidades de los árboles. Bordaba las
flores que reposaban su frescura en un jarrón de cristal manchado de historia y los colores de las madejas,
obstinados, se encendían para robarle a los pétalos el brillo de sus matices. Y cuando las rosas de hilo emergían
sobre la estupefacta superficie de lino, las orgánicas se desplomaban marchitas.
Así, bordando, descubrí que todo lo que caía cautivo en las fibras de lino o de algodón moría compulsivo; que
una privilegiada armonía actuaba sobre mis sentidos y me otorgaba el poder de atrapar, entre mis manos y los
hilos, la expresión interior de la vida misma.
Marzo 14, 1974
* Mención en el Concurso Iberoamericano de Cuento convocado por la revista El Cuento; 1974. Publicado en El
Cuento; núm. 69. Abril-junio 1975.