HAY TORMENTOS RABIOSOS


Para Maryell Ortiz de Zárate, 
mi compañera, mi amiga, mi esposa;
la siempre risa que incomoda a los solemnes 
y a mí me produce placer. 






Todo hombre desea conocer 
ciertas situaciones peligrosas, 
afrontar pruebas excepcionales, 
aventurarse en el otro mundo; 
y todo esto lo puede experimentar 
en el plano de la vida imaginaria, 
escuchando o leyendo cuentos de hadas, 
o en el plano de su vida onírica, en sueños. 



Mircea Eliade




DE LAS AGUJAS, Y DE CÓMO LOS COLORES Y EL BORDADO* (FRAGMENTO)


Para Maryell, 
la milenaria mujer que canta flores y misterios.                                                                                                     
                  
     Aquí está. Bello y repugnante, aún tibio. Mis ojos acarician sus cabellos enmarañados, opacos, siempre 
dispuestos a mecer en ellos  la frescura de mi aliento. Me complace su mirada; sonríe. ¿En verdad sonríe? Me 
estremezco y mi turbación arde en sus ojos. No temo acercarme para escudriñar el origen de su brillo. Me gusta 
verlo así, tan abandonado de sí mismo, entre las grietas de estas paredes que me eran desconocidas ayer. Ayer 
ya forma parte del silencio, un silencio en el que todavía corremos por los campos de alfalfa, bajo el prudente sol 
de la tarde. Claudio reía. Reía e interpretaba mi cuerpo; se adhería a mis muslos para construir, con fervor, la 
eficacia del líquido ardimiento.                                                                            
     Y  hoy, tus párpados tienen un sabor umbrío, abatido, despojado de todo arrebatado arrobamiento.  Lucho por 
conquistar el silencio que navega  en tus labios, como si el silencio fuera un arca  donde se reúnen, conviven y 
desenredan todas las posibilidades del amor.  Insisto en buscar lo agridulce de la piel, lo salado de tus últimas 
lágrimas, el sudor de tu frente ayer cuando salimos de viaje.  Tenías que comprar antigüedades para el bazar.  Tu 
obsesión por los objetos impregnados de tiempo me inquietaba a veces; otras, me era indiferente; algunas más 
me entusiasmaba, en especial, cuando me sumergía en mi propia obsesión.    
     Siempre que viajo contigo llevo mi bastidor, las blancas mantas, las agujas finas, el agotado dedal, las tijeras y 
su  brillo, los hilos y sus colores, su porqué. Cuando el automóvil se aleja de la ciudad convertida en un 
monosílabo delirante, inicio mis labores, la absorción del mundo que hoy, en tu mirada, viene a ser una imagen 
discontinua de la vida. Al verte ahí, amortajando al sueño, mi facultad de adivinarlo todo es latigueada por la 
inmovilidad de tus miembros; entonces, permanezco así, prisionera de su sombra, de mi empeño.  Entonces 
comprendo:   todo lo que me pertenece participa de tu desolación. 
     Mis labios se desmoronan en los tuyos para fecundar asombros, retos; desafíos entre mi implacable insistencia 
y tu deseo crispado.  Mis ojos recorren con avidez el reposo de tu cuerpo para buscar en él una belleza nueva:  la 
que se subleva impaciente en el estertor de las venas, la que me permite acortar el tiempo de lo que somos en 
esta habitación donde proliferan estupores y convulsiones; donde amenaza entre los árboles, trabado en su 
redondez, impúdico, el sol. 
     Sus rayos se adentran con tenacidad en las montañas e iluminan el contorno de las cumbres. Una erizada 
procesión de pinos teje sombras en la humedad del paisaje y unas nubes que sugieren, apocalípticas, el bramido 
de una fauna inesperada, viajan hacia el sur arrastradas por los silbidos del viento. El automóvil avanza con 
lentitud por la carretera mientras mi imaginación se nutre con la vendimia de la luz y mi voluntad atrapa los 
errantes rayos para ensartarlos en las agujas. Mis dedos se mueven ágiles, entrelazan los colores que restauran el 
sentido trágico de las cosas materiales, y las ígneas culebras, entre mis manos, cambian de piel a cada instante. 
Así, le hurto al sol la certeza del deslumbramiento. 
     Inevitablemente, en cada viaje, evoco esa tarde de otoño cuando tuve la revelación de la sonrisa que hoy 
contemplo. 
     Estaba hastiada de la vida, de las sofisticadas reuniones con mis amigos, de las conversaciones medievales 
en la universidad. Vagaba por la ciudad con andar lento, como queriendo demorar la tarde. Los rezos de las 
iglesias se enroscaban a la lluvia: animales en espera del milagro, del alivio, de la celeste presencia; y yo, ahí, 
encorvada por el viento, rezaba con mi cuerpo al mundo, instauraba la oración en cada movimiento. Cansada, me 
detuve en el desvencijado umbral de una tienda. Una persona se entretenía con antiguas figuras de porcelana (el 
inevitable pastor con su borrego, la obligada pastora con su cesta de flores, el vestido blanco, el sombrero).  La 
necesidad de estar cerca de alguien me hizo entrar al bazar, y, entre mecedoras de mimbre,    candelabros de 
plata con sirenas repujadas y una mohosa quincalla, los ojos de Claudio fueron la luz que me reanimó. 
     Sentado detrás del mostrador (supuse que como de costumbre) llevaba puestos los lentes de pasta negra 
italiana. Un poco de ceniza reposaba sobre el azul de su camisa y un rayo de sol gesticulaba partículas de polvo 
entre viejos mapas y vírgenes de bronce. 
     - ¿Desea alguna cosa en especial? - preguntó con voz tan cordial que me sentí halagada. 
     - Quisiera algunas agujas para bordar - pedí. 
     Me invitó al fondo del bazar.  Claudio se movía con destreza entre las baratijas y los valiosos jarrones de flores
esmaltadas.  Lo seguí con torpeza.  Choqué con una escultura de mármol. Caí. En ese instante hubiera querido 
jugar a la ternura. Mi cuerpo aspiraba  al esplendor del sol, al encuentro de un amor inusitado, pero el lugar, 
tributario de las cosas muertas, no era el sitio adecuado para renovar mi vida. Al recordar a los pastores de 
envejecida porcelana tuve el deseo de entregarme a una vida idílica. 
     Claudio extendió su mano y, mientras me levantaba, el ensueño amoroso se acrecentó.  La atónita luz de la 
tarde abría, entre el ser de Claudio y el mío, un abismo fascinante, como si el sol quisiera apresar nuestros 
contornos en la lejanía para después fundirlos en el extravío y arder. 
     Nos acercamos a un mueble de  caoba estilo imperio.  Tú buscaste entre los cajones. Después de hurgar 
durante unos minutos sacaste, entre sonrisas de triunfo, una pequeña caja pirograbada.  La abres.  Al instante me 
ofreces tres curiosas y puntiagudas agujas de bordar. 
     - Son de plata - me dices. 
     Las agarro con ambas manos y, al rozar las suyas, tengo la certeza de que el amor es una intuición violenta. 
     Las extravagantes figuras que danzan en uno de los extremos me provocan  una inquietud desmesurada. 
Percibo que las agujas tienen  voces y oscuros deseos que exigen algo de mí. Parecen estar hechas de sombras, 
vagidos, ecos, que, inmemoriales, proceden de un flujo interior inaprensible y martirizan mis sentidos con 
preguntas fogosas y raídas. La urgencia de bordar con ellas se hace ineludible. 
     - ¿Tiene algún trapo viejo? - pregunto con una turbación que no le pasa inadvertida. 
     Lo veo alejarse. Las agujas despiden un brillo apremiante. En la más grande una  mujer sostiene con la mano 
derecha una oriflama donde se estampa, con líneas caprichosas que condicionan lo circunstancial de las almas y 
los cuerpos, una serpiente alada. El reptil me busca para torturarme y un acre desasosiego se filtra en mí. En la 
segunda aguja un jabalí, fiereza adolorida, tiene una estaca clavada en el lomo y ataca a un desarmado caballero. 
Me estremezco al ver el cuerpo tan herido y mi piel, mis músculos, se contraen para violentar mi sufrimiento. En 
la aguja más pequeña una mujer que desfallece se abraza a un hombre que parece dormir.  Su rostro me infunde 
temor; a pesar de ello, siento la necesidad de refugiarme en sus facciones; al hacerlo, encuentro en su fisonomía 
la exacta consumación de mi propio rostro. 
     Lanzo un grito desgarrado, mudo, que se desintegra impetuoso en mi garganta y mi angustia, renovada por la 
apariencia de la imagen, se sumerge en la impotencia. Me pincho un dedo con la aguja que me reproduce. Al 
brotar la sangre, un irrefrenable arrebato me invita a la desnudez. Los labios succionan impacientes el espeso 
líquido y las decoraciones, abismales, acechan lo que en mí es obsesivo. 
     Siempre he estado habitada por una conjugación de opacos rumores y fragorosos presagios, como si todas las 
posibilidades del amor permanecieran en suspenso, como si alguien me hubiera robado, en algún tiempo, el 
privilegio de consumirme en el placer, de tal suerte que la soledad se arremolinó en torno a mí para dividir mi 
cuerpo y mis sentidos y arrojarlos, maliciosa, por múltiples caminos sembrados al borde de abruptos precipicios. 
Por eso ahora, mientras sujeto las relucientes agujas, he querido indagar en el origen de esas fuerzas 
compulsivas, y a punto de saberlo, las agujas traducen mis pensamientos para reintegrarme lo perdido; éstos 
interpretan, voluptuosos, lo que los instintos graban en mis conductos genitales: la anticipación del espasmo. 
     Claudio regresa. Camina erguido, solemne. Cruza el umbral de la trastienda.  Trae el pedazo de tela.  Me 
siento más tranquila al contemplar la serenidad de su rostro.  El hastío que me llevó hasta el bazar ha 
desaparecido entre la urgencia del brillo y la vehemencia de mi cuerpo. 
     - ¿Hilos? - sugerí entre apenada y anhelante. 
     - No tengo.  Si desea la acompaño a una mercería que está aquí cerca; pero tiene que esperarme, cierro a las 
seis. 
     Lo miré. 
     Mis ojos se reconocen en la pasividad de su cuerpo.  Duerme. ¿En verdad duerme? Mi mano tiembla. 
Abandono mis dedos en sus párpados, esos párpados que tanto he alabado, y mis pulsaciones recogen los 
dolorosos diseños de su rostro; después, deslizo mi mano sobre su pecho, porque el tacto, cansado de errar por 
la oscuridad incubada en los contornos, quiere adentrarse en la conciencia y acrecentar, en el color de la piel que 
se transforma, la transparencia del mundo, mi deseo de darle a la muerte el impulso de la vida. Entonces le hablo, 
le digo mi amor, mi temor de perderlo, el lacerante y exaltado sendero que hay que recorrer de la apetencia al 
contacto. 
     Me abrazo a él; porque me es necesario este volumen de ti, este caudal de consonancias que es mi cuerpo 
sobre tu cuerpo. Me froto en tu pecho. Al besar tu rostro recojo con los labios todo lo que en ti es antiguo y mi 
memoria comparte sus vendimias con el furor.  Beso tu cuello y murmuro palabras que mezclan el vértigo con 
ciertas aperturas de un mundo subterráneo. Te digo las mismas palabras que siempre, por las noches, 
pronunciaba sobre ti. 
     Te digo las mismas palabras que siempre, por las calles, pronunciaba cuando me apretabas el brazo y 
sucumbía, con estrépito, a la ternura de tus dedos. Aquella primera vez que caminamos por la ciudad (que a esa
hora mucho tiene de belleza avergonzada), mi afán de poseerte enardecía mi cuerpo y lo cargaba de explosiones, 
de nostalgias, de incendios. 
     Las calles, aletargadas por una niebla que le daba mayor severidad a las viejas casonas coloniales, tenían la 
apariencia de una escenografía desgastada.  Los árboles transfiguraban sus sombras bajo las embestidas del 
viento, y nuestros pasos, lentos como la mano que se demora en el pubis para darle origen al fuego, plagiaban 
los sonidos de la noche. 
     Claudio me acompañó a casa.  Lo retuve.  No quería que me dejara sola con esos fantasmas que alentaban 
mis sentidos y sometían mi ser a tiránicos anhelos. Telefoneó a su departamento para inventar la excusa. Me 
sentí dichosa. La luz de la lámpara rasgaba la rugosa oscuridad de los rincones y la pasión entró en nosotros.  Su 
amor se me ofreció grato y luminoso. 
     Dejé de ir a la Universidad, a los aburridos paseos con mis amigos, a las reuniones en los cafés.  Claudio y 
las fascinantes agujas se habían convertido en el centro de mi mundo y nada me importaba.  En el bazar, en los 
parques, en la casa, me entregaba con frenesí a las labores del bordado.  La serpiente alada se agitaba en 
convulsiones que devoraban el esplendor de los objetos y opacaban las tonalidades de los árboles.  Bordaba las 
flores que reposaban su frescura en un jarrón de cristal manchado de historia y los colores de las madejas, 
obstinados, se encendían para robarle a los pétalos el brillo de sus matices. Y cuando las rosas de hilo emergían 
sobre la estupefacta superficie de lino, las orgánicas se desplomaban marchitas. 
     Así, bordando, descubrí que todo lo que caía cautivo en las fibras de lino o de algodón moría compulsivo; que 
una privilegiada armonía actuaba sobre mis sentidos y me otorgaba el poder de atrapar, entre mis manos y los 
hilos, la expresión interior de la vida misma. 


Marzo 14, 1974     
* Mención en el Concurso Iberoamericano de Cuento convocado por la revista El Cuento; 1974. Publicado en El 
Cuento; núm. 69. Abril-junio 1975. 





QUE TRATA DE LA LUZ Y DE LAS ARENAS TODAS*


Para Maryell, 
mi compañera de viajes, de andanzas, 
de peregrinaciones, de vida y más vida.



Antes, el desierto estaba colmado de sonrisas, de libertades quemadas en el sueño, de alabanzas ataviadas 
con ternuras muchas, y, en ocasiones, con aromas silenciosos, desconocidos antes. Ahora, el desierto es 
manantial donde florecen recuerdos, sensaciones ondulantes en cuerpos empapados de arena, un interminable y 
puntual olor membrillo y, por las tardes, al regresar a casa, un vertimiento de lágrimas muy quedas alborotando el 
vacío, este vacío de cicatrices inventadas por la soledad y la ausencia.  Ahora no sé, aún no sé, si el desierto 
irrumpe en mí con alegría o con abrasadora nostalgia.  Lo único cierto es que  en aquella vastedad de frecuencias 
desoladas maduraron mis sentidos y Marina entera ocupó lo que ahora soy. 
     Ahora, todas las tardes, camino con rescoldos de amanecer por la alameda de mi pueblo, siempre a la misma 
hora, con un membrillo en cada mano y el deseo, latido sobre latido, de que Marina aparezca con su sonrisa 
añoranza, la misma de aquel  día cuando la conocí. 
     Había recolectado peras, duraznos, manzanas y membrillos en el huerto, tantos, que decidí regalarle una 
canasta repleta a mi madrina, doña Alicia.  La cariñosa anciana  los recibió toda contenta y ofreció prepararme 
mermeladas y ates y quién sabe cuántas golosinas más. Al despedirme, mi madrina escogió dos membrillos, 
aspiró con delicadeza la frutal fragancia y uno para ti, otro, por si te encuentras con Mariana; pero no encontré a 
Mariana, me tropecé con Marina, hervidero de sonrisas  y cuerpo esbelto, hermoso, muy bien proporcionado. Me 
acerqué al azulacero de sus ojos y le ofrecí un membrillo. Lo agradeció con amabilidad, con borbotones de 
dulzura en la mirada y un susurro atardecido en su voz de muchas gracias. Cuando sus dientes mordieron aquel 
fruto, memoria de mi huerto, certidumbre de mañanas recolectadas por mis manos, sentí que en mi yo se rompía 
un bloque de sustancias congeladas y ella fue agua y sol y luz y viento. 
     Entre mordida y mordida supe que era arqueóloga y que estaba en Arteaga sólo de paso. Me confió que le 
gustaban los vericuetos de la sierra, las caminatas por las plantaciones de algodón y que de todo Coahuila lo más 
maravilloso que había vivido era la Laguna de Mayrán.  ¿La conoces? No, respondí avergonzado, ocultando mi 
ignorancia en la astringencia de la fruta.  ¿Te gustaría conocerla? Y en sus labios despertaron prodigiosos los 
hallazgos recientes en la laguna, ahora sólo arena, de Mayrán. Mordió el membrillo cosechando estremeceres que 
aumentaron mi ansiedad y fertilizaron mi deseo. Temí que Marina notara mi apetencia de su ella toda delicia. La 
próxima semana voy a ir a la laguna, ¿quieres acompañarme?, invitó rostro alegre al contemplar mi 
asombramiento. 
     A partir de ese instante me dediqué, en mis ratos de ocio, a plasmar la imagen de Marina en cada durazno, 
pera, manzana o membrillo, particularmente en la piel del fruto que la hacía mía. Recostado bajo un árbol, ahí, en 
el huerto, Marina acariciaba mis cabellos, rozaba con suavidad mis labios, de repente me mordía sin estruendos, 
flameando mis células, el lóbulo de mi oreja; me clavaba las uñas, rasgaba mi piel, me besaba en los brazos, en 
las manos. El ensueño se dilataba de un árbol a otro, de una flor a otra, de un fruto al siguiente y al de allá y más 
allá, y Marina (ahora ya no está) era sierra, abismo, cañada, sendero que se abría a todos los caminos y 
desfiladeros del cuerpo. Gracias a su presencia me convencí de que el amor es la facultad del hombre, siempre 
eterna, para expandir el ser, para que el yo se propague por el mundo absorbiendo la infinitud de todo lo que 
existe y, a la vez, participe con su esencia en el 
jugueteo creativo de los elementos, acrecentando, así, la conciencia. Marina se convirtió en mi oración, en el 
cuerpo del universo, en mi vida. Amarla era integrarme al cosmos, era ser parte del Creador. En su cuerpo estaba 
mi salvación, en su alma mi futuro como hombre.  Marina fue cauce, canto, sacramento. 
     Mis veintitrés años y sus veintiuno se acercaban cada vez más en aquellos brevísimos encuentros de 
alameda, hasta que una madrugada, fría, viajamos a San Pedro de las Colonias y de ahí a la tan esperada 
Laguna de Mayrán donde abundantes restos de cerámica dispersos, inquietantes, sobre la arena que alguna vez 
estuvo bajo el agua. 
     - En aquellas cuevas - señaló Marina hacia los cerros y lomeríos -, se han descubierto extraños bajorrelieves 
con figuras geométricas grabadas en las rocas.  Nadie ha podido descifrarlos. 
     Y yo, que deseaba descifrar el cuerpo y el alma de Marina entre aquellos testimonios del hombre prehispánico, 
me imaginé poseedor de todos los secretos que palpitan ahí, en la seca cuenca decorada con cactos, rodadoras, 
saladillos y diversas plantas xerófilas. 
     Antes de que Marina se adentrara unos pasos en la antigua zona lacustre, hilvanó su mirada a la mía. Los 
primeros asomos del amanecer fraguaban sombras cambiantes en la despoblada inmensidad sin aves, nunca 
árboles.  Todos los acontecimientos del mundo exterior e interior sucedían en los ojos de Marina y las veredas de 
su cuerpo, hacia arriba, hacia abajo, hacia los costados, eran un sólo sendero que estaba decidido a recorrer.  La 
mirada de Marina se extendió sobre mi cuerpo incendio. 
     El desierto siseaba burbujeaba hervía, no quería saber nada de los hombres que alguna vez lo habían poblado 
y el destino de Marina y mi destino ondularon en los deslizamientos de la arena y entre los añicos decorados que 
alguna vez, alegremente, habían jugado a la vida; y el cuerpo de Marina, su carne cálida, su rostro de mucha
serenidad, presagiaron lo que en mí ya era efervescencia. 
     Besé a Marina en las manos y le di las gracias por estar con ella.  Sentí la erección de sus vellos, la zozobra 
de su piel, la marea de su ardimiento. Y antes de que volviera a depositar mis labios en sus dedos blancos y 
largos, cuidados con esmero, me dijo ven, vamos a recoger algunas piezas. 
     Caminamos despacio entre puntas de flechas lanceoladas, navajas de sílex, cuchillos dentados, puñales, 
lanzas triangulares, fragmentos de vasijas y sencillos adornos de conchas y caracoles. Marina removió la arena y 
recogió un pedernal; al tocarlo, el silencio crujió en aquella soledad de soledades hecha. Nos sentamos, uno 
frente al otro. Marina acarició el cuarzo amarillento, lo mantuvo vertical unos instantes, y luego de besarlo me 
sonrió depositando la dureza milenaria entre mis piernas. 
     El primer rayo de sol que iluminó las cumbres, lejanía tras lejanía, despertó un destello blanquiazul a mi 
costado.  Palpé la concha nacarada, la atrapé con ansiedad creciente y la coloqué entre Marina (ahora ya no está) 
y mi cuerpo estremecido. La sustancia calcárea me resultó nueva y excitante.  La acaricié, temblorosa lentitud, 
hasta quitar la arena que la cubría; después, mi mano la frotó con más celeridad queriendo desgarrar su 
somnolencia. La ovalada y extravagante forma abundó en destellos casi estrellas y me mostró el impulso 
propiciatorio de espumas inmemoriales. Friccioné con rapidez la superficie estriada y la concha fue resplandor, 
reflejos de colores en el rostro de Marina y en mi rostro. Con movimientos ágiles y fascinados protegía y 
abandonaba sucesivamente esas orillas que evocaban playas. El frenesí de mis dedos pulía abismos de mar en la 
oquedad antes palpitante e imaginé qué molusco, en algún tiempo, la 
había habitado. Empuñé el pedernal, puntiagudo, escondrijo de chispas, nido de flamas, y empecé a rozar, muy 
quedo, la concavidad donde aún se dibujaban espléndidos fulgores de un océano primordial. La concha resonó 
voces lejanas, llamamientos en los surcos de sus años, y, entonces, despojadas de su tensión, mis fibras 
musculares fueron receptoras de espasmos burbujeando ansiedades más antiguas que mi propia especie. Los 
ojos de Marina navegaban en los míos y un viento calcinado por el sol, ya encima de las cumbres, tallaba formas 
de animales en los montículos de arena y legiones de anhelos en el umbral del organismo de Marina. El pedernal 
subía y bajaba una y otra vez y diez y cien, primero lentamente, después, ya enardecido, penetró en la hondura 
de la concha que crujió milímetro a milímetro. Marina cayó de espaldas, gemido agitación deslumbramiento, y 
abandonando concha y pedernal mi cuerpo fue cuerpo sobre su cuerpo.  Los 
murmullos invitadores del desierto estimularon, oleaje tras oleaje, mis sentidos. Ya desnudos, los dedos de Marina 
recorrieron mis venas, tantearon, presionaron, sacudieron mis cabellos, se aferraron a mi espalda y todo 
movimiento se colmó de aconteceres ricos en relatos corporales.  Millones de partículas cristalizadas adornaron a 
Marina desde los cabellos a los tobillos y me mostraron, en el flujo y reflujo de su abdomen, pueblos y ríos y 
montañas. La arena inventó laberintos en el vientre de mi amada y relieves de sílice me entregaron una ciudad 
tanto silencio hacía ya muchos siglos, asombro de una civilización donde tiempo y espacio eran tan sólo la 
unificación de gestos pictográficos, el ayuntamiento de soles y de lunas. Un luminoso polvillo resbalaba 
intermitente entre los acantilados de sus senos y provocaba en mí la excitante visión de una historia nunca escrita. 
En su pubis danzaban signos de deidades muy remotas y creencias 
religiosas de ancestros ya pulverizados. Marina toda era marejada de quejumbres. Y cuando nuestros cuerpos 
fusionaron delectaciones y florescencias, un olor a membrillo impregnó cada corpúsculo de polvo, cada oleada del 
viento, y todo fue resquebrajarse de universos, brillos, sucederes, épocas pretéritas y futuras, cientos de 
generaciones iniciando una lenta y armoniosa trayectoria en nuestros cuerpos. 
       Pleamar. 
       Después de un reposo que se prolongó hasta que el sol no proyectó ninguna sombra, Marina se incorporó 
con lentitud y avanzó sumergiendo huellas hacia el centro de la arenosa laguna. Un vapor luminoso brotaba de su 
piel al tiempo que ésta se desintegraba. Y Marina fue millones de fluctuantes formas dispersadas por el viento. La 
luz de su cuerpo, que era la tierra toda, avasalló el desierto y se filtró, regocijada, en cada célula de mi organismo. 
Miles de impulsos eléctricos, de señales, vibraron en mis moléculas y supe, entonces, que el ser del amor es la 
luz y la esencia del hombre la inmortalidad. 
     Corrí desconcertado hasta el centro de ese espacio solitario donde persistía, para acrecentar mi desolación, un 
olor fresco de membrillos.  Empecé a recoger fragmentos de cerámica y no dejé de recolectar los restos que me 
rodeaban hasta que el sol inició su trayecto hacia el ocaso y se perdió tras un horizonte calmo de nubes en 
incendio. 
                                                                                                                  
Agosto 30, 1974  

* Publicado en la revista El Cuento; núm. 127. Enero-junio 1994.







QUE TRATA DE CIERTOS PAPELES Y DE CIERTA NOCHE* (FRAGMENTO)

                                                                                
Para Maryell,
en estos días de tanta lluvia.                                                                                   
      

     Cuando Adriano llega, ajeno e indefenso, a la puerta de aquella casa en ruinas, un olor a líquenes y fango se enrosca en los escondrijos de su nariz. La calle se hincha de penumbras y la impudicia del viento bailotea repulsiva entre las rejas de las ventanas. En los ojos de Adriano (ojos que acumulan nostalgias estropeadas) se estrellan las estrías de luz esparcidas por los faroles mientras una tristeza tenaz vaga penosamente sobre las nubes.   
     Adriano avanza con la ansiedad en la mano, la sospecha en la memoria, la incertidumbre suspendida en ese tiempo apolillado del recuerdo. Alarga el brazo hacia las fauces de bronce y musgo que están como pidiéndole la carne, los huesos. Coge la aldaba, la eleva, la suelta. En la noche el león ruge: distribuye las enmohecidas resonancias por todo el caserón. Adriano espera. La llovizna, el viento. Sus ojos se tropiezan con siglos, con estrellas.
     Un chirrido de goznes.
     En la puerta que se abre.
     En él con los ojos en acecho.
     Cruza el hedor del antiguo zaguán y avanza con cautela por este patio de caminos irregulares que se escurren hacia lugares tristes y extraños. En el centro del espacio espolvoreado de casi inaudibles ruidos, una fuente, goteo lento, lo seduce. Adriano se detiene /este instante, alguna vez, no sé dónde/ para contemplar, junto a la piedra labrada, un roble inmenso, amenazador.       
     Arcos de cantera, alfombrados de lama y dañados por la lluvia, vulneran su mirada. Adriano observa con recelo la belleza agrietada de los muros y percibe, entre los intersticios, el crecimiento de silenciosas formas.
    Un grito distante astilla la oscuridad de los pasillos y macera chisporroteos de vida que magullan su cerebro. Adriano escruta en la medialuz: estatuas marmóreas cubiertas de olvido chorrean recuerdos secos en la vitrina del tiempo. La noche empieza a dolerle, la angustia.     
     Llega al final del patio.
    Ahí el cascajo, el viento triturado por sus dientes, el barandal de hierro donde reposan macetones resquebrajados, el estrecho corredor con su obstinación de sombras y fétidos murmullos, el caminar de la desolación sobre un lejano ruido de papeles, el desaliento arrojándolo de sí mismo.
     Empuja una puerta y entra a un recinto de amplias dimensiones. En un rincón dos veladoras ofician un oleaje de siluetas /fustigan mi pensamiento, lo husmean/ y participan, extenuadas, de este querer relacionarlo todo. Los residuos de luz fisuran la virulencia del aire y desportillan, en un lambrín de opacos azulejos, el escudo nobiliario que revela la prosapia de esta casa.
    En una esquina, añejos bodegones, despellejados por la humedad y la advertencia de las ratas, desmoronan sus panes y frutos junto a la mecedora de mimbre, único mueble de la sucia estancia. Adriano estruja el papel que guarda en el bolsillo izquierdo del abrigo. Lo saca. Lee la impresa voz que lo invita, aquí, para el disfrute de una suculenta cena. Ve la firma: Besania.
     Ella, la de hermosas trenzas, está ahí, en el umbral de encino, con su chal deshilachado en rosas que se vierten sobre los hombros; lo observa con esa mirada andrajosa que se esconde tras lo hinchado de las ojeras.
    Besania entra con las manos recogidas sobre el vientre, amasando su soledad, los tiempos colgados en telarañas que diseñan perversas añoranzas. Ella, voluptuosa y apacible como un convento en ruinas, avanza con exquisita lentitud. Adriano la contempla abrumado mientras remueve los escombros de su alma para buscar, ahí, los vestigios de ese rostro /la angustia no termina nunca, ni la melancolía, ni lo absurdo, ni la ambición de querer recordarlo todo.
     Besania, intensa en la palidez de las mejillas, extiende la mano. En sus dedos anillos de obsidiana y en su voz suaves sonoridades que suturan los resquicios del silencio.
     - Buenas noches, Adriano - murmura dócil, cuidadosa.
    Él se perturba al oír su nombre /y el roce de las pieles acentúa en mi cuerpo la agitación de mares, días, años, caballos, combates/ Adriano quiere reconocer, en las facciones de esa mujer olor a lluvia petrificada, un sólo rasgo que le revele su procedencia.
     Ella se acerca leve, tan serena en la sonrisa, que él retrocede estremecido.
     - Me alegra mucho que hayas aceptado mi invitación-, la voz ternura /como si quisiera palpar mi piel manoseada por el miedo.
     -¿Quién eres?- /y el desasosiego punza mis sentidos; los punza.
     Otra vez el grito lejano; ese grito que se desintegra en la piedra, que huye alargada sombra, que repta invisible por el alma para convulsionarse en /mi garganta.
     -¿Tan pronto me has olvidado?- y ella, estanque calmo en cuyo fondo se despierta el tiempo, le sujeta las manos con delicadeza. - No sabes los deseos tan grandes que tenía de estar contigo, de verte, de morder tus labios que tanto extraño- la voz acuosa, envolvente /me revela un mar lejano, un sol avellanado.
     Besania se anuda el chal y recorre, despacio, cierva, una vuelta, dos, la cada vez más oscura habitación donde se agitan, bajo el lodo, minúsculas eternidades agraviadas. Besania se detiene junto  a los bodegones, los mira con largueza; luego, sus ojos revolotean por la estancia y descienden amables hasta los ojos de Adriano.
     - He vivido en la más completa soledad desde que te marchaste - musita ella; y en él un destello de arenas blancas, gaviotas, piedrecillas, niña que canta con dulzura mientras recorta muñequitos de papel.
     Adriano escarba en el cieno verde de esos ojos que parecen acusarlo; hurga; anhela reconocer en ellos algo definitivo, algo que /me diga con certeza que el rostro de ella.


Junio 19/24, l974


* Un largo fragmento se publicó en la revista Los Universitarios; núm. 67. Enero de 1995. El texto forma parte del libro HAY TORMENTOS RABIOSOS.

DONDE SE HABLA DE UNA CALLE, UNOS BALCONES Y UNAS PUERTAS* (FRAGMENTO)

                                 
Para Sara, Carlos y Eduardo,                                                                                                                                 mis hermanos, mis amigos,
desde aquí.


...
La música de las discotecas llega ausente, nadie la escucha y Lima es entonces un canto fúnebre enrejado. Hubo una época. ¿Cuándo? Interrógate Sebastián. ¿Cuándo? Olvídate de los rostros: eclipses; de las facciones: soles eventuales; de los gestos: cometas amputados. Olvídate de los mecanismos inventados en los cafés para poder vivir. Olvídate de esos ojos que tienen los infantiles colores del ábaco. Olvídate de que aún no sabes por qué decidiste estudiar antropología. Olvídate de que has deseado responder a tu incertidumbre contemplando esa máscara africana. No entres en la cafetería. Aquí. Este es, por ahora, el espacio que te corresponde; pero Sebastián entra a la Selva Negra, no quiere renunciar a esas miradas que lo hacen sentirse extraño. Los ojos creando órbitas sobre el cuerpo de Sebastián, las voces, las sonrisas desdibujadas que ya no se sabe si son sonrisas.

     Detenido ahí pensaste o creíste que esa máscara era suficiente para responder a tus dudas, esa máscara de Duala que tú modificabas en tus sueños, incluso en tus palabras. Te acercabas a ella para darte sus colores, para precisar en ellos tu consumirte o renovarte. Sólo ella estimulaba ese deseo ferviente de transformar todos los objetos, de agitarlos en palabras, de esclarecerlos. En la máscara todo era aceptado, todo era posible. Lo incierto eran sus formas humanas con astas de gacela. Lo cierto, Sebastián, eran el carmín y el verde. Lo cierto era que el carmín no moría con el verde, ni el verde con el carmín se diluía. Lo cierto, Sebastián, es que, detenido ahí, quisiste simplificar rápidamente todo lo que ha sucedido, pero tal parece que cuando se quieren simplificar las cosas lo único que se logra es confundir los recuerdos, los instantes, el lenguaje, los acontecimientos.

     Te asomaste a la calle o entraste a la cafetería. ¿Qué hiciste? ¿Qué temblor totalizó el misterio en el instante en que callosidades antiguas rozaron tu mano y un viento creador de abanicos prodigó en algunos árboles perfección de oboes?

     Sebastián caminó, sin sonrisa, con su silbido deseando convertirse en oboe, con el deseo de ordenar los ritmos que se desordenan en su imaginación. No podrás ordenarlos porque la insolencia de las calles te escupe y el silbido de Sebastián se prolonga en un relámpago, y dejando de caminar se detuvo en un escaparate del jirón Puno, y las licuadoras trituran tu silbido hasta que metiste las manos en los bolsillos del pantalón ignorando los diez y nueve balcones de la calle Cueva.

     Silba. Duala. ¿Tú sabes en dónde está Duala?

     En la calle Cueva empiezan a formarse las personas para abordar el colectivo que va a Magdalena mientras ella caminó, agilidad inquietante, hacia mis manos. Movía los labios con dulzura como si en secreto murmurara tu nombre. Te murmuró y levantó los brazos creando un círculo: bosquejo de luna donde tus ojos dibujaron su cabello y su cuerpo de adolescente, su cuerpo de crecientes diez y ocho años. Sonreía y la pregunta.
     ¿Tú sabes en qué lugar del planisferio se ubica Duala?

     Sonreía y la pregunta.

     ¿Qué hice? Al salir de la casa encendí un cigarro. Es una costumbre. Siempre, al salir de esa casa, enciendo un cigarro. Aspiro, y las calles son harina de pescado en los olores del aire. Calles calcinadas por el frenético color del sol en los veranos. Me detengo frente a la puerta troquelada de la calle Cueva. El chirrido de sus goznes asomándose a mis ojos fracturan los espacios. ¿Ha pensado en el espacio? El espacio es la evidencia de que somos un soplo de aire, es todo lo que me confunde y refleja, consume y justifica, algo que busco y no encuentro: Sofía. Ella es el espacio. ¿La casa? Es de la anciana, dicen que es mi abuela. Sí, está inválida desde hace seis años. Se rodó las escaleras y se rompió una pierna. No le gustan las sillas de ruedas, por eso no volvió a levantarse. Nos turnamos para cuidarla. Dos veces al mes me toca a mí. Por las noches, cuando estoy en la cama con la cabeza sobre los brazos, tengo miedo. Me pregunto
¿por qué antropología? ¿Cómo estar seguro de que la máscara me abrirá el verdadero espacio de la ensoñación? ¿Cómo tener la certeza de que en las facciones humanas con astas de gacela el tiempo es reversible? Y la pregunta:  ¿En qué lugar del mundo se encuentra Duala? Y el miedo. Miedo de las sombras que se tropiezan con los objetos, que me asustan y me reprochan que me duerma cuando debo vigilar a la anciana. Entonces me levanto y miles de sombras onduladas, metidas en los cajones o en la transparencia de las ventanas o esgrafiando la pared, me amedrentan y voy hacia la anciana que está ahí, inmutable a la noche y a las sombras, ahí, en espera de un acontecimiento que yo no puedo vislumbrar. De repente me doy cuenta de que tiemblo. Entonces pienso en fumar un cigarro, pero me aterra el imaginar que con la luz del fósforo las sombras convulsivas encenderán sus secretos. La anciana no habla, por lo menos conmigo, no sé con los otros.
Sólo me ve o me acaricia el rostro y los cabellos con sus manos agrietadas. Sí, claro que hay servidumbre. Una cocinera y un ama de llaves. ¡Ah! También un jardinero. El va dos veces por semana a cuidar los heliotropos, las acacias, las begonias y las bugamvillas. A mí lo que más me gusta es oler las plantitas de toronjil, manzanilla y yerbabuena, procuran frescura.

     Levantarte así, sin miedo, expectando, aunque Sebastián no sabe todavía que cinco de los diez y nueve balcones de la calle Cueva son de madera virreinal. No sabe que los domingos y los días festivos la calle Cueva entremezcla sus silencios.  Sebastián cierra los ojos. Sebastián: las voces que no se escuchan. La calle. Unas astas de gacela que le exigen recordar. Él con sus pestañas juega al reflejo. La calle y sus  puertas: murmullos que lo señalan, presagios, ecos. (En los ecos un roce de hueso y madera, un carmín  verde que pregunta: ¿Duala está hacia el norte o hacia el al sur?) Sebastián cierra los ojos. La calle y sus puertas desconocidas: susurros de viento, agónicos sueños, oscilantes secretos. Titubeos, errabundos colores del tiempo; resonancias que descubren la congoja, la zozobra o las sinuosidades del remordimiento. 
     En Lima existen muchas puertas viejas y carcomidas, piensa Sebastián; al ser abiertas siempre una escalera en penumbras estrechas; el aire húmedo, fatigado. Sebastián respira sofocación.
     Estas puertas se abren a otros tiempos: los tiempos desolados de la apatía que crece en esta ciudad, los tiempos obligados del insomnio con hambre; los tiempos rendidos, hechos trizas, de los ahítos en esperar que se cumplan las promesas de la plaza San Martín; el tiempo de las puños en alto; el recelo estalla; la sospecha crepita; oscuridades interpoladas en las astillas de luz;  el espanto cruje. Abrir los ojos, Sebastián, abrirlos, estás en el vidrio, eres transparente. Sólo ahora recuerdas que en Lima no hay relámpagos; sólo ahora recuerdas que cuando abriste el Atlas para ubicar Duala en algún mapa, Lima convertía tus preguntas en el proferimiento de una luz que, en silencio, ardía. Arde. Un predicador surco de sol iluminó la cómoda de cedro, los sepias de la pintura:  un arco  románico, cipreses que se elevan en armonía desafiante, una ciudad lejana que parece desprenderse de ese cielo amenazador. (¿Será así el cielo de
Duala?) Recostado en el arco, un mendigo de ojos turbulentos contempla a las dos mujeres que conducen un rebaño. (¿Es así el cielo de Duala?) Ellas juegan con pequeñas ramas y su belleza se abunda de paisaje. (¿Fue así el cielo de Duala?) El mendigo apoya sus manos en las piedras con musgo apenas rodeadas de claridad. Se presiente un ligero viento que multiplica los pliegues de los vestidos e impulsa a esa ave: vuelo disecado en la mirada. En el volcánico cielo el atardecer crea siluetas extravagantes. (¿Una máscara de facciones humanas con astas de gacela?) De la boca abierta del mendigo se desprende a pocos una baba viscosa. Las mujeres no lo han visto, aún no se acercan a sus pies llagados, a los domingos y los días festivos, entre el diminuto ritmo de las hormigas, un hombre cruza la calle Cueva silbando; no eres tú, Sebastián. Tu silbido se refracta en el cristal, el otro se pierde y ahoga en los círculos impasibles de los seis
faroles que están a lo largo de la calle Cueva.

     Otra vez un perro.

Enero 1967
Lima, Perú
      



* Publicado en la revista UAG (Universidad Autónoma de Guerrero); núm. 1 Julio-agosto de 1970.
El fragmento del texto forma parte del libro HAY TORMENTOS RABIOSOS